miércoles, 1 de abril de 2009

Del Prólogo, de cuerpos abrasados.
Nuestra especie humana, a medida que se ha ido alfabetizando, se ha vuelto más analfabeta. Analfabeta para las cosas primordiales. Esto ha sido dicho y escrito hasta el aburrimiento. Pero que no sea novedad no significa que sea menos grave.
El Hombre es lo que no es porque empezó perdiendo el sexto sentido. Después perdió, uno a uno, los otros cinco. Al final, por si todo lo anterior fuera poco, degolló al instinto padre y madre de los instintos: el de la conservación. Que se sepa, ni los robots, ni los animales cometen ese desatino.
El Hombre somos nosotros. No los demás. Nosotros, con la misma facilidad con la que progresamos para los asuntos de la técnica, de la ciencia, nos fuimos quedando ciegos para la percepción del acontecer primordial: ciegos de oído, ciegos de tacto, ciegos de lengua, ciegos de olfato, ciegos de ojos. Alevosamente ciegos.
El Hombre es un poderoso desguarnecido. Un coloso desmantelado. Un presuntuoso difunto.
El Hombre sabe, pero no siente. O no sabe sentir.
Ha progresado mutilándose, clausurándose, ofendiendo su índole.
Entretenido con sus hazañas, no se da cuenta de que él se está apagando. No se da cuenta de que ya no avanza. Lo que hace es huir, huir hacia el abismo.
Se apaga el Hombre porque ha perdido la sensualidad. Y la ha convertido en una palabra subalterna, equívoca.
Ha olvidado que la sensualidad está, incluso, en la sexualidad. Pero no sólo allí.
Ha olvidado que la sensualidad profundamente entendida significa conciencia de estar vivos y no mero placer. En todo caso, la sensualidad es placer conseguido conciencia mediante.
No quiere comprender, el Hombre, que la sensualidad es la vigencia de la sensorialidad y que tiene tanto derecho a la existencia, por lo menos, como la racionalidad. Que sensualidad y racionalidad deben coexistir, convivir equitativamente, y no como sucede a estas alturas del tobogán suicida cuando la racionalidad ejerce una suerte de despótica y desenfrenada dictadura sobre la cada vez más marginada sensualidad.
Debiera recordar, el Hombre, debiéramos recordarnos, que mediante la sensualidad podremos vadear el suicidio, devolverle el semblante al planeta.
Debiéramos recordar, además, que no hay religión ni patria ni ideología posibles sin su ejercicio vivificante. Porque para conmovernos hasta la plenitud con la religión que sea, para sentir hasta el alma de los huesos la patria que pisamos, para llevar hasta sus últimas consecuencias cualquier ideología, en todos los casos, en todos, debemos cumplir un requisito inapelable: estar vivos, es decir, despiertos: desde la mente hasta la piel. Y viceversa.
Por más que nos regodeemos en la sorda ceguera, a la vista está: somos la vergüenza del cosmos. Tanto va el cántaro a la fuente que al final se hace añicos. Un día de éstos nuestro flagelado planeta se puede traspapelar en el archivo, por ahora condescendiente, del cosmos.
Si seguimos así de criminales para las cosas primarias, así de engolosinados con el ruido, cabalgando impunemente sobre la urgencia, si seguimos así nos iremos a parar a la mismísima Nada.
En realidad, lo grave no es el mentado Apocalipsis... Lo grave es que, para que se concrete, no nos harán falta bombas. Llegaremos al final de los finales sin siquiera colapso, simplemente intoxicados de necedad y de rutina. Tendremos, tal como vamos, un Apocalipsis desmayado. En fin, engendraremos un fin del mundo de morondanga.
Para que la vida no se olvide de nosotros, para que la muerte no nos tenga asco y nos dé un portazo en la cara, deberemos recuperar la sensualidad-conciencia con la ayuda de ciertos imprescindibles santos desesperados poseídos por el tormento de la lucidez, como David H. Lawrence, César Vallejo, Henry Miller, Teresa de Jesús...
Si depusiéramos nuestra enconada sordera escucharíamos el clamor de esa especie de santos.
Advertiríamos que la piel no debe ser sólo un vasto papel que nos recubre el cuerpo: debe ser piel -conciencia.
Comprenderíamos que nuestro cuerpo es algo más, mucho más, que el depósito de las honorables tripas y del petulante cerebro.
Aprenderíamos que la sensualidad deberá ser una forma de vida –de vida entendida como agonía al revés– para que la afamada ciencia no se pise la cola y se nos desnuque un día de éstos.
Sabríamos, por fin, que la sensualidad no es pecado: al contrario, la sensualidad le puede salvar la vida a la Vida.
Aprender a agonizar al revés, ésa es la cuestión, ésa es la clave crucial.

No hay comentarios:

Publicar un comentario